Un lustro de la Secretaría de Cultura
La Secretaría de Cultura del Gobierno Federal se encuentra a la deriva y sin un plan de trabajo específico, atendiendo proyectos que se acercan al asistencialismo. A cinco años de su creación, se ha distanciado del gremio que los apoyó
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POR SERGIO RAMÍREZ CÁRDENAS
Los cinco años transcurridos desde la entrada en funciones de la Secretaría de Cultura (SC), el 18 de diciembre de 2015, nos convocan a reflexionar sobre algunos aspectos de su desarrollo en este relativamente breve pero nutrido período. Quizá su mismo origen, un decreto anunciado en frío por el presidente de la República en su informe de gobierno de ese año, haya orientado el particular derrotero que tiene el día de hoy a la institución encargada de la cultura a nivel federal en un alto nivel de cuestionamiento por un sector importante de las comunidades culturales del país.
La SC presenta algunos males congénitos que, sin duda, han marcado su existencia en estos primeros años. Uno de ellos es que nace sin un marco jurídico, es decir, sin una ley de cultura que no sólo le dé un sustento legal sólido, sino sobre todo que la dote de una referencia teórico-programática que guíe sus acciones y, de manera principal, su estructura. Este hecho también propició la falta de discusión y de participación de la comunidad cultural nacional que pudiera haber dado cabida a una revisión de los programas y de las formas organizativas con que se contaban, preparando una renovación institucional de fondo, acorde con las necesidades del desarrollo cultural del país. Así, a la naciente institución no le queda más remedio que continuar, impulsada por la inercia, con la dinámica, las acciones y los programas de su antecedente inmediato, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA).
El otro mal congénito es el presupuestal. En su momento, el presidente, el secretario de educación y el presidente del CONACULTA coincidieron en enfatizar que la nueva dependencia no sería una carga presupuestal, y así fue plasmado en su decreto de creación. Se repitió hasta el cansancio que no costaría ni un peso más de lo previsto en el presupuesto. ¿Qué sentido, entonces, tiene crear una nueva institución que asumirá el mismo programa de su antecedente y a la que no se le inyectan los recursos necesarios para dar un salto cualitativo (y también cuantitativo) en su desempeño? ¿No era el mejor momento para regularizar la situación laboral de cientos de trabajadores del capítulo 3000, fundamentales en la operación sustantiva de instituciones como el INBAL y el INAH, dotándolos de certeza en sus empleos y de las prestaciones de ley? Eso que se decía con una enorme carga de orgullo (ni un peso más) debió haber sido motivo de preocupación: no era lo más acertado crear una estructura institucional sin los recursos adecuados para generar un cambio sensible y significativo en lo que se venía haciendo antes de que ésta existiera.
Pero eso no fue todo, el presupuesto federal asignado a la cultura en los tres últimos años del sexenio de Peña Nieto, es decir, los tres primeros años de la Secretaría de Cultura, significaron una reducción del 30.5%, al pasar de 18 mil 583 millones de pesos en 2015 a 12 mil 916 millones de pesos en 2018. Además de la merma en los recursos para la cultura, estas disminuciones anuales al presupuesto desmintieron, en el transcurso de unos cuantos días, la idea de que la creación de la SC le daría una mayor capacidad de interlocución, particularmente en estos temas, lo que representaría una posibilidad también mayor de fortalecimiento del sector. Esto, que a todas luces era una simple ilusión, se ha hecho aún más evidente y con consecuencias de mayor gravedad en la actual administración, con las reducciones en el presupuesto real para cultura, la imposición de programas que no responden a las necesidades del desarrollo y los derechos culturales del país, la pérdida de programas fundamentales para el cumplimiento de sus propósitos y la desaparición de estructuras financieras que habían sido claves para la creación y la producción de obras artísticas en todos los terrenos del arte, incluida la producción cinematográfica.
Once meses después de su creación, en noviembre de 2016, se expide el Reglamento Interior de la Secretaría de Cultura en el que se exponen su estructura organizativa y las facultades de cada una de sus áreas, así como del secretario, los subsecretarios y el oficial mayor. El reglamento es prácticamente una adaptación de la misma estructura que tenía el CONACULTA, aunque con algunas modificaciones: además de incluir, naturalmente, las nuevas figuras de secretario, subsecretarios y oficial mayor, eliminando las de presidente y secretarios técnicos de la institución precedente, aparece la nueva Dirección General de Promoción y Festivales Culturales y la Dirección General de Tecnologías de la Información y Comunicaciones. De estas, la primera tuvo como uno de sus principales objetivos el de darle estatus de dirección general al Festival Internacional Cervantino, así como una estructura administrativa propia que facilitara su funcionamiento. La segunda se crea con la intención de revitalizar una agenda digital que no ha encontrado su forma y rumbo.
Al mismo tiempo, el reglamento confirma la incorporación del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México y del Instituto Nacional del Derecho de Autor como órganos administrativos desconcentrados de la Secretaría de Cultura (a los que después se sumaría el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas). En sentido inverso, se observa la desincorporación del Fondo de Cultura Económica, que aparecía en el Programa Especial de Cultura y Arte 2014-2018 como uno de los organismos coordinados por el CONACULTA. Nadie ponderó suficientemente la importancia de esta desincorporación, que daría pie a la ulterior (y absurda) amputación de la Dirección General de Publicaciones (DGP) y de las librerías Educal anunciada en 2019 (aunque al parecer aún sin concreción formal), dejando a la SC sin una de las herramientas fundamentales para la difusión cultural y la reflexión sobre su naturaleza y contenidos. También en el reglamento de 2016 desaparece de la estructura de la secretaría el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, cuyos titulares hasta entonces habían tenido una doble personalidad jurídica: como directores generales y como secretarios ejecutivos del mandato financiero (fideicomiso). Se optó por conservar sólo esta última, sin imaginar en ese momento el vituperable destino que tendría apenas cuatro años después uno de los instrumentos financieros para la cultura más importantes de Latinoamérica.
La expedición del Reglamento Interior de la SC, lejos de avanzar en una organización que fortalezca sus áreas y organismos y evite duplicidades, mantiene algunas de éstas. Son de particular importancia las relativas a la educación artística que, si bien en la ley de creación del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) se establece que este instituto tiene como finalidad “la organización y desarrollo de la educación profesional en todas las ramas de las Bellas Artes”, el reglamento de la SC le confiere al Centro Nacional de las Artes amplias atribuciones en la materia, que van desde la expedición de títulos y grados académicos hasta la “generación y exploración de nuevos modelos y enfoques sobre educación, investigación y difusión artística con el fin de impulsar el desarrollo de profesionales en la materia”, sin necesidad de coordinación alguna con el propio INBAL. Cabe decir que esta ambivalencia fue causa de numerosas discusiones y conflictos internos, así como parte de una diversidad de medidas y acciones dirigidas al debilitamiento progresivo del INBAL.
Un año y medio después de creada la SC, en junio de 2017, se expide la Ley General de Cultura y Derechos Culturales. Aunque en este texto no vamos a detenernos en ella, es necesario comentar que esta ley fue muy esperada por la comunidad cultural y que, al cabo de poco más de tres años, se ha mostrado insuficiente para la protección de los derechos culturales de la población, de sus comunidades artísticas y culturales, y de sus recursos e instituciones, por lo que hoy está siendo profundamente cuestionada y han surgido demandas de la comunidad para su revisión, cuando no para la elaboración de una nueva.
El sexenio 2018-2024 es el primero en la historia que inicia con una Secretaría de Cultura en funciones. A pesar de que una parte de la comunidad cultural tenía altas expectativas en que el sector saldría fortalecido con el nuevo gobierno, desde muy temprano empezaron a surgir problemas que, al principio, se consideraban aislados, pero que poco a poco provocaron una serie de desencuentros que se fueron haciendo comunes en el desarrollo institucional. Estas líneas no pretenden hacer un balance de estos dos años de gestión pública en el sector, sino ubicarse en el plano del desarrollo de la secretaría como institución.
Estos últimos dos años han estado marcados por las mermas estructurales que derivan en un debilitamiento institucional, producto de la pérdida de importantes herramientas para la gestión cultural, es decir, para el ejercicio de las funciones propias de la Secretaría de Cultura. Mencionamos ya la separación de la Dirección General de Publicaciones y Educal. La fusión de la primera con el Fondo de Cultura Económica, lejos de representar una mayor eficiencia —aunque sólo fuera administrativa—, tiende más a funcionar como un mecanismo de centralización y control que atenta contra la diversidad cultural y de pensamiento, concentrando las decisiones de publicación en una sola institución y bajo un solo criterio editorial. Las consecuencias de ello se manifestaron ya desde el primer año del sexenio, al cancelar la publicación de doce títulos bajo el argumento de que eran “primeros borradores con potencial todavía no alcanzado”, no obstante que dichas publicaciones habían sido dictaminadas desde el año anterior. Y esto sucedió justamente con el programa editorial Tierra Adentro, que tenía en la descentralización su principal razón de ser y el peso mayor de su importancia.
Poco más tarde, ya con la emergencia sanitaria encima, el gobierno federal se dio a la tarea de desaparecer todos los fideicomisos públicos, sin análisis, sin una evaluación de sus resultados, sin proponer ajustes para su mejora, sin calcular los riesgos y perjuicios que esa acción podría producir, a toda costa. Entre ellos se encontraban los mandatos y fideicomisos destinados a apoyar el desarrollo cultural. De particular importancia por su trascendencia y consecuencias son la desaparición del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), el Fondo para la Producción Cinematográfica de Calidad (FOPROCINE) y el Fondo de Inversión y Estímulos al Cine (FIDECINE). Conozco particularmente al FONCA, y más allá de decir que éste, como cualquier otro organismo, era perfectible, la realidad es que su utilidad en el apoyo a la creación, la producción y la difusión de la cultura y las artes, con reglas claras y transparentes, profesionalismo, participación de la comunidad artística, garantías de libertad creativa, prohibición explicita para la intervención de los funcionarios en la decisión de los apoyos, auditorías internas y externas, así como un órgano de supervisión en el que participaban las secretarías de la Función Pública y la de Hacienda, entre varios organismos públicos y privados, ha sido fundamental para el arte y cultura de nuestro país. Conociendo la falta de certeza presupuestal y la vulnerabilidad de los programas culturales institucionales que se crean y se destruyen con la mayor facilidad, es posible prever la dificultad que se enfrentará para que los programas y estructuras internas que busquen suplir a estos instrumentos financieros que se habían ido fortaleciendo y perfeccionando con los años, logren la solidez y certidumbre de lo que se ha decidido desaparecer.